* Por Néstor Carbonell Cortina
Si hay algo que en el destierro he tratado de avivar, es la fe en la Cuba Eterna: la que forjaron los fundadores de nuestra nacionalidad; la que libertaron los mambises en la manigua redentora; la que con sus defectos y virtudes encauzaron los repúblicos antes del vil secuestro castro-comunista, y la que hoy dignifican, dentro y fuera de la isla, los que luchan por rescatar su libertad.
El otro punto que he procurado recalcar en mis libros es la necesidad de reconectar el hilo histórico, cercenado por el régimen de Castro, con lo mejor de nuestro pasado para poder edificar, sobre bases sólidas, la república del mañana. Una república a tono con las nuevas realidades, pero no divorciada de añejas tradiciones.
Recordar el pasado no significa enquistarse en él. Como decía Ortega y Gasset, “al rememorar bizqueamos—mientras recordamos con un ojo el pasado, con el otro seguimos atentos al porvenir.”
Tal ha sido la destrucción física, moral y cultural que a su paso ha dejado, y sigue dejando, el huracán castro-comunista, que la Cuba que emerja de las ruinas tendrá que reencontrarse. Quiere esto decir que tendrá que recobrar su identidad, su verdadera historia como nación, para poder definir y estructurar su futuro como república.
Teniendo en cuenta la herencia de la Cuba Eterna, traducida en símbolos, escribí el siguiente breviario de cubanía que enlaza las glorias del pasado con las esperanzas del futuro.
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Nuestra patria, tan querida como sufrida, continúa aherrojada, pero no ha muerto. El régimen totalitario logró intoxicarla con la mentira y subyugarla con el terror, mas no ha podido extirpar de su alma las ansias regeneradoras de libertad. Estas bullen a lo largo de la isla, como se evidenció en las protestas multitudinarias que sacudieron al régimen el 11 de julio del año pasado, y algún día habrán de brotar con fuerza suficiente para romper los barrotes de la opresión.
El injerto marxista-leninista no ha prendido en Cuba, ni siquiera en las conciencias de los jóvenes supuestamente adoctrinados. Estos manifiestan en número creciente su categórica inconformidad. Y el día que salte la chispa liberadora, y que se abra una grieta profunda en el régimen, ellos formarán la vanguardia de la dignidad que habrá de desmantelar el aparato represivo y de eliminar todo vestigio de caudillismo y despotismo.
Una vez que se alcance ese objetivo esencial, ¿cómo galvanizar a la población agotada y escéptica para acometer la ingente tarea de la pacificación y reconstrucción del país? ¿Cómo lograr el consenso requerido por encima de las diferencias de criterios y las pugnas de partido?
Los pueblos en circunstancias críticas como esas suelen acudir a los símbolos—a los artículos de fe, a las divisas, estandartes y emblemas que representen lo mejor de sus tradiciones y lo más granado y perdurable de su nacionalidad.
Nosotros los cubanos podremos contar con símbolos propios: el himno de Bayamo, la bandera tricolor de la estrella solitaria, el capitolio nacional—sede de la legítima Carta Magna de 1940 que allí se elaboró; José Martí y los otros próceres que enaltecen nuestro panteón, y la Virgen de la Caridad del Cobre (amén de otros blasones como el escudo de la patria).
Veamos la significación histórica y fuerza espiritual de esos símbolos.
El Himno
Comencemos con el Himno Nacional, letra y música de nuestro eximio Perucho Figueredo. Nunca más debe este canto patriótico, sublimado por la grandeza moral de tantos mártires, cederle su primacía a composiciones embaucadoras y sectarias como el himno del 26 de julio. La nación solo ha de tener un himno: el de Bayamo.
Deben sus sabias y melódicas estrofas servir de admonición para no caer de nuevo en la demagogia, preludio sombrío del autoritarismo, ya que “en cadenas vivir es vivir en afrenta y oprobio sumido.”
La república del mañana ha de contar con guardianes permanentes que la protejan y defiendan. No debe la devoción a la paz confundirse con el pacifismo, que degrada el carácter y conduce a la abyección. El derecho a la resistencia adecuada contra una brutal tiranía, consagrado en la Carta de 1940, es tan irrenunciable y sagrado como la legítima defensa.
Ahora bien, recobrada la plena libertad en Cuba, no procede al primer contratiempo, ni al segundo o tercero, convocar a la guerra para dirimir controversias. El grito desesperado que recoge nuestro himno de “a las armas, valientes, corred”, debe resonar como el eco de un pasado heroico, y no como el clarín de un porvenir civilizado.
Las armas que emplean las democracias más avanzadas del mundo para zanjar las desavenencias y proteger las libertades son las preventivas que franquean las leyes: las manifestaciones pacíficas, los debates respetuosos, las interpelaciones parlamentarias, los procedimientos judiciales, los arbitrajes imparciales, los referéndums populares y las elecciones generales.
La Cuba del futuro debe seguir ese ejemplo de madurez política, fortaleciendo la sociedad civil—aquella que surge, no bajuna y dependiente de concesiones gubernamentales, sino autónoma y pujante, remozada por las iniciativas cívicas, empresariales y culturales de la comunidad.
La Bandera
Hablemos ahora de la bandera, que es acaso el símbolo que más recuerdos evoca y que más emociones genera en una colectividad. Con la sensación visual de sus colores y el ondeo majestuoso de sus pliegues, la bandera es como un jirón de nobles sentimientos que flamea airoso bajo el cielo.
El emperador romano Constantino el Grande pudo constatar el poder magnético de ese símbolo. La cruz que hizo grabar en su estandarte, rodeada de las palabras “In Hoc Signo Vinces”, electrizó a sus soldados y decidió el triunfo final de los cristianos sobre los infieles. Desde entonces, los pueblos, en las grandes encrucijadas de la historia, alzan su propio lábaro o estandarte y juran, con el vigor de su coraje y la fe ardiente en sus creencias, que “por ese signo vencerán.”
Así lo hicieron los patriotas cubanos durante la gesta emancipadora. La bandera que Narciso López izó en Cárdenas el 19 de mayo de 1850 fue el símbolo sagrado que con férvida devoción siguieron después los mambises. Lástima que al final de la contienda se haya mediatizado nuestra soberanía, llegando a “flotar dos banderas donde basta con una: ¡la mía!” (Versos inolvidables de Bonifacio Byrne).
Alcanzada la plenitud de su soberanía en 1934, los cubanos se dieron a la tarea de vigorizar la República, que, entre eclipses, descalabros y escollos, llegó a alcanzar altos niveles de desarrollo. Pero poco después de la alborada de 1959, la bandera se vio ultrajada por rufianes disfrazados de profetas, quienes desde el poder tremolaron, alevosos, el trapo rojo del comunismo esclavizador.
Esta afrenta a nuestra dignidad y a nuestra bandera sólo cesará cuando la hoz, el martillo y todos los resortes de la tiranía caigan al suelo destrozados. Ese día, pleno de júbilo y alborozo, deberá nuestro pabellón flotar bien alto, alejado de oprobios y miserias, libre de ataduras, sin sujeción a los preceptos de ninguna doctrina extraña ni a los dictados humillantes de ninguna cancillería.
Mas no debe el orgullo patrio llevarnos a un nacionalismo extremo que nos aísle de los pueblos libres y progresistas del mundo. En esta era de interdependencia económica y de comunicación instantánea y global, el aislamiento es suicida y la autarquía fatal. Libres en el mañana, y sin menoscabo de nuestra soberanía, Cuba debería incorporarse a los organismos internacionales, a los mercados comunes y a los tratados de libre comercio.
El Capitolio Nacional
Otro de nuestros símbolos imperecederos es el Capitolio Nacional, no ya por la imponente estructura marmórea que lo sostiene, sino por los hitos republicanos que evoca y los logros jurídicos e institucionales que representa. Esos logros sobrepasan nuestros yerros y son más perdurables que nuestros infortunios.
A todo el que le interese adentrarse en el simbolismo de nuestro Capitolio debería leer la apasionante novela La Cúpula de nuestro distinguido compatriota que acabamos de perder, Manuel Márquez Sterling. El drama amoroso que con acierto relata Manuel tiene un trasfondo histórico centrado en el Capitolio. Este encierra los extremos de nuestro avatar republicano: desde el cenagal donde se construyó el edificio, que representa el lastre de arraigadas corruptelas, hasta su magnífica cúpula, que simboliza la cima de nuestros ideales democráticos.
Para alcanzar esa cima, habrá que instaurar el imperio de la ley sin distingos ni privilegios, frenar el poder excesivo de la presidencia con el contrapeso parlamentario y la independencia de los tribunales, y garantizar los derechos inalienables del ciudadano. Y, sobre todo, habrá que sanear y dignificar la política, sin la cual no es posible gobernar republicanamente.
Todo esto presupone que, a la caída del régimen totalitario, no se extienda la vigencia de facto de la constitución estalinista, ni se establezcan estatutos improvisados durante la transición. Si queremos ponerle fin a la usurpación y allanar el camino hacia la legitimidad, deberán restaurarse los preceptos aplicables de la Constitución de 1940, que no ha sido abrogada por el pueblo, sino suplantada por la fuerza.
Tras elecciones pluripartidistas y libres, los gobernantes electos marcarán el rumbo democrático-constitucional del país, centrado, esperemos, en la democracia representativa y austera, y la libre empresa con hondo sentido social.
Martí
José Martí, bien se sabe, es el apóstol de nuestra independencia, así como el símbolo más egregio de nuestra nacionalidad. Son muchos las próceres que ocupan un lugar prominente en nuestro panteón, pero el más venerado, completo y genial es Martí.
Por sus sacrificios y grandezas, Martí ganó la inmortalidad, pero no el reposo eterno. No puede reposar viendo desde el más allá cómo una banda de traidores tiraniza a su patria, adultera su doctrina y mancilla su nombre. Eso es lo que han hecho los hermanos Castro y sus secuaces. No pudiendo acabar con Martí, lo han falsificado.
Al “peleador sin odios,” como le llamara Gabriela Mistral, lo han presentado como el paladín de la ira y el resentimiento. Al hombre que sostuvo que el férreo control estatal de la vida humana era una nueva forma de esclavitud, lo han maquillado de socialista. A quien reconoció que Estados Unidos, aún con sus lacras y excesos, era “el pueblo más libre y grandioso de la tierra,” lo continúan enfrentando al fantasma actual del imperialismo yanqui.
En fin, al más evangélico de los cruzados por la libertad y la dignidad plena del hombre lo han unido ideológicamente a Marx, Engels y Lenin para justificar el partido único de un régimen totalitario, para disfrazar de reforma agraria el robo descomunal de propiedades, y para perpetuar la supresión total de los derechos humanos.
Dada la confusión creada intencionalmente por la tiranía en torno al Apóstol, habrá en el futuro que redescubrir a Martí y difundir su noble doctrina sin pérfidas adulteraciones. Y habrá que combatir el oportunismo despreciable de aquellos que repitan los aforismos martianos, fuera de contexto, para vestir de seda sus bastardas ambiciones.
Bueno sería humanizar a Martí, pero no como lo hacen algunos intelectuales, que se deleitan en hallarle manchas al sol. A esos escritores de mala ley les llamaba Víctor Hugo “artistas mediocres, que sólo conocen el talento por la envidia que les produce y la impotencia que les abruma.” Y después agregaba el insigne francés: “¿No sería un espectáculo divertido el ver a un hombre de genio fulminado por un profesor de gaceta o de ateneo? Sería el águila en las garras del gorrión”.
A Martí hay que estudiarlo en todas sus facetas y dimensiones, y no a trechos. Su vida poliédrica debe ser examinada con visión de conjunto, como se miran los fulgores de una estrella. Quien así lo haga podrá apreciar su grandeza sin par: como guía, como faro y como hombre.
La Virgen de la Caridad del Cobre
El símbolo espiritual de mayor arraigo en Cuba es, sin duda, la Virgen de la Caridad del Cobre. Ha sido tal su influencia psico-sociológica, que no puede escribirse la historia de nuestra patria sin reconocer el papel señero que ha desempeñado la Patrona de Cuba.
Desde que “los tres Juanes vieron flotar su imagen sobre una tablita en la bahía de Nipe, la Divina Madre ha sido fuente de inspiración y de consuelo para los cubanos. En nuestras guerras de independencia las fuerzas libertadoras siempre le rendían tributo a la “Virgen Mambisa” e invocaban su santo nombre “en el fragor de los combates…cuando más cercana estaba la muerte o más próxima la desesperación.”
Gracias principalmente a la Virgen de la Caridad (“Cachita” en el argot popular), los cubanos a través de los años antes de Castro mantuvieron o acrecentado su fe en Dios. Interpretando esa honda devoción, los convencionales de 1940 ratificaron la invocación a Dios en la Constitución por entender, correctamente, que república laica (sin injerencia clerical en el gobierno), no quiere decir república atea. Y al garantizar la profesión de todas las religiones, establecieron como limitación el respeto a la moral cristiana, cuyos principios dignifican al ser humano, refrenando sus bajas pasiones y encauzando hacia el bien los frutos de su inteligencia, de su ingenio y de su trabajo.
Han sido tan traumáticos los estragos que ha causado el régimen de Castro, sobre todo en la psiquis de nuestro pueblo, que el día que caiga, Cuba requerirá de una fuerte dosis de espiritualismo para recobrar la fe, serenar los ánimos y restaurar el equilibrio de la justicia. Sin ese equilibrio, anclado en la comprensión y la equidad, el país estaría a la deriva, oscilando entre los extremos nefarios de la impunidad y la venganza.
Gran parte de la gigantesca tarea de la regeneración moral de Cuba le corresponderá a los dignatarios de la Iglesia, si no lesionan su prestigio contemporizando con el régimen. Roguemos a la Virgen de la Caridad que los ilumine y proteja en sus relaciones gubernamentales, evitando que caigan en pactos engañosos o trampas deleznables.
Como en Polonia en la década de los 80, el momento es de solidaridad, pero con las víctimas, no con los victimarios. El momento es de estímulo y apoyo, pero con el pueblo oprimido, no con la tiranía opresora. El amor todo lo puede, pero sin libertad no hay nada.
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En resumen, mucho podrá hacerse en el futuro si, libres del yugo castro-comunista, logramos reivindicar los símbolos profanados de la Cuba Eterna.
Esos símbolos encierran, como en un cofre sagrado, los valores cívicos y morales, los principios guiadores, los sentimientos y virtudes cardinales que nos legaron nuestros próceres y que representan lo que con orgullo llamamos cubanía. Cubanía, no de palabra, sino de corazón. La cubanía amorosa, gallarda y cordial que no ha logrado aniquilar la tiranía. La que pervive en la esperanza del pueblo cautivo y en la añoranza de los desterrados. La cubanía, en fin, que vibra, gime y canta en estos versos conmovedores de nuestra admirada Pura del Prado:
“Pero te quiero, Cuba, con tu muerte,
con el hundido amor de tus campanas,
con tu sudor de angustia y marañones,
con el zunzún que liba tu desgracia.
Te quise, te querré como te quiero,
me moriré queriéndote y luchando,
y no descansaré mientras no arranque
la luz desvencijada de tu harapo…”
(Basado en mi libro La Cuba Eterna: Ayer, Hoy y Mañana—2004)
*Néstor Carbonell nació en La Habana, Cuba. Obtuvo un Doctorado en Derecho de la Universidad de Villanueva en La Habana, y tiene una Maestría en Derecho y un Certificado de Marketing Estratégico de la Universidad de Harvard. A mediados de 1960 se exilió y participó en la Invasión de Bahía de Cochinos. En 1967 se unió a PepsiCo como asesor para América Latina y a lo largo de los años ocupó varios cargos (1972 Director de Operaciones en México, 1975 Director de Operaciones en Venezuela, luego se convierte en Vicepresidente Regional en Europa y en 1982 regresa a los EE. UU. como Vicepresidente de Asuntos Internacionales). Se jubiló en 2008. Carbonell es miembro del Council on Foreign Relations y también es autor de And the Russians Stayed: The Sovietization of Cuba and Why Cuba Matters: New Threats in America’s Backyard. |