* Por Vicente Morín Aguado
El 30 de marzo de 1899, apenas desembarcado en La Habana, procedente de su exilio en Tampa, Bonifacia Byrne escribe “MI Bandera”, expresión en verso del disgusto por ver flotando juntas en la fortaleza del Morro, las insignias de Los Estados Unidos y Cuba.
La historia suele ser tan caprichosa como la diversidad de humanos que la conforman, un buen ejemplo es la estrofa séptima de este poema, memorizado por millones de cubanos desde la enseñanza primaria.
¿No la veis? Mi bandera es aquélla/ que no ha sido jamás mercenaria,
y en la cual resplandece una estrella/ con más luz, cuanto más solitaria.
Un aventurero de origen venezolano llamado Narciso López, enarboló por vez primera la enseña nacional de Cuba, el 19 de mayo de 1850, cuando se hizo dueño de la ciudad costera de Cárdenas durante 48 horas, al frente de una expedición cuyos 600 soldados eran mayormente estadounidenses sureños, reclutados bajo la promesa de beneficios que obtendrían si la Isla era incorporada a la Unión americana como un estado esclavista.
López, acusado de filibustero por los gobiernos americano y español, pasó a la historia con más penas que glorias. Antes de ser agarrotado en la explanada del castillo habanero de La Punta, sus últimas palabras fueron en mucho premonitorias: “Mi muerte no cambiará los destinos de Cuba”.
La primera confirmación ocurrió cuando los cubanos alzados en armas contra la monarquía española, reunidos con el objeto de establecer las instituciones y símbolos que habrían de regir sus destinos, adoptaron la bandera de Narciso López como bandera nacional–16 de febrero de 1869 – al considerar que era la primera por la cual se había derramado sangre en pro de la libertad.
¿Libertad de cada cubano o libertad en calidad de nación soberana? Incorporarse a los Estados Unidos significaba obtener los derechos consagrados por la constitución de ese país, sin embargo, el sacrificio sería abandonar la idea de un estado propio. Frente a esta opción anexionista, los independentistas aspiraban a lograr ambas cosas, sin que, por oposición, tuvieran que enfrentarse con el vecino norteño cada día más poderoso.
El historiador cubano Jaime Suchlicki aborda el tema citando el pensamiento de José Martí, apóstol de las libertades para los cubanos, un demócrata liberal que dedicó lo mejor de su vida a fomentar una nueva guerra contra el colonialismo español, capaz de obtener democracia y soberanía nacional.
Sin embargo, Cuba, geográficamente ubicada en la encrucijada de Las Américas, no podía sustraerse del contexto geopolítico existente. “Estamos firmemente resueltos”, dijo Martí”, a merecer, solicitar y obtener su simpatía (la de Estados Unidos), sin la cual, la independencia sería muy difícil de obtener y mantener”. (Ver: Suchlicki Jaime, Breve Historia de Cuba. ©Pureplay Press. 2006)
Una carta inconclusa de Martí, dirigida a un amigo llamado Manuel Mercado, publicada 14 años después de su muerte, ha sido citada profusamente por los antimperialistas, dígase directamente anti-Estados Unidos, enfrascados en la especulación política, afirmando que el gran pensador cubano estaba decidido a impedir los apetitos imperialistas norteamericanos.
Fechada el 18 de mayo de 1895, en Cuba, la enseñanza escolar, junto a otros medios de difusión de ideas, han difundido profusamente la siguiente aseveración martiana:
“…ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país, y por mi deber- puesto que lo entiendo y tengo fuerzas con qué realizarlo- de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”.
Más adelante en la correspondencia que nunca llegó a firmar, el también llamado por antonomasia Maestro, perfila sus ideas, mencionando una entrevista que había sostenido días atrás con el corresponsal del Herald de Nueva York, Eugene Bryson:
“Bryson me contó su conversación con Martínez Campos, al fin de la cual le dio a entender este que, sin duda, llegada la hora, España preferiría entenderse con los Estados Unidos a rendir la Isla a los cubanos”.
No hay dudas de que, quien moriría a la mañana siguiente, estaba conjurando demonios de la política muy difíciles de ahuyentar. Así le comenta a Mercado, una persona de su total confianza:
“La guerra de Cuba, realidad superior a los vagos y dispersos deseos de los cubanos y españoles anexionistas, a que solo daría relativo poder su alianza con el gobierno de España, ha venido a su hora en América, para evitar, aun contra el empleo franco de todas esas fuerzas, la anexión de Cuba a los Estados Unidos, que jamás la aceptarán de un país en guerra, ni pueden contraer, puesto que la guerra no aceptará la anexión, el compromiso odioso y absurdo de abatir por su cuenta y con sus armas una guerra de independencia americana”.
Pasaron tres años, los cubanos en armas llegaron inclusive a solicitar la intervención norteamericana según le escribiera al presidente Glover Cleveland en abril de 1897, el General en Jefe del ejército libertador, Máximo Gómez. Por su parte, vísperas de hacer realidad el hecho, el Congreso norteamericano rechazó la anexión al aprobar la Enmienda Teller –18 abril de 1898 – que exigía a España su inmediata retirada de Cuba, reconociendo explícitamente el derecho del pueblo de Cuba a ser libre e independiente.
Contrariando en buena medida los propósitos de Martí, Los Estados Unidos decidieron hacer lo que el autor de la carta había considerado “el compromiso odioso y absurdo de abatir por su cuenta y con sus armas una guerra de independencia americana”.
El resultado posterior sería la ocupación de Cuba y su epílogo, la Enmienda Platt.
Votada en febrero de 1901 en el capitolio de Washington, el documento regulaba en siete precisos artículos las relaciones de una República que aún no había sido proclamada, con los Estados Unidos.
De su escueto articulado, destaca el # 3, al concederle Cuba a los Estados Unidos el derecho a la intervención:
“…el Gobierno de Cuba consiente que los Estados Unidos pueden ejercitar el derecho de intervenir para la conservación de la independencia cubana, el mantenimiento de un gobierno adecuado para la protección de vidas, propiedad y libertad individual y para cumplir las obligaciones que, con respecto a Cuba, han sido impuestas a los EE. UU. por el Tratado de París y que deben ahora ser asumidas y cumplidas por el Gobierno de Cuba”.
No es ocioso recordar que los cubanos no tuvieron representación en el Tratado de París. La potencia vencedora asumió la completa responsabilidad sobre el destino de Cuba, considerando la promesa solemne antes fijada por la Enmienda Teller, conocida como Resolución Conjunta.
En lo que respecta al texto presentado al Congreso por el senador Orville Platt, si bien era inaceptable para los genuinos independentistas, porque convertía a la naciente República en un protectorado bajo la tutela de La Casa Blanca, un aspecto que tal vez no previeron los autores del documento era el alcance de las prescripciones, nada agradables para los antimperialistas de inspiración doctrinaria, marxistas leninistas.
El Partido Revolucionario Cubano, fundado por José Martí en los Estados Unidos durante la primavera de 1892, dado su carácter unitario y democrático, enfocado en la guerra de independencia, aceptaba en sus filas a todos los cubanos, sin importar sus inclinaciones ideológicas. Los había claramente simpatizantes del marxismo, entre ellos Carlos Baliño, posteriormente fundador del primer Partido Comunista de Cuba en 1925.
Fidel Castro en persona ha citado a Baliño como puente entre las ideas martianas y las socialistas, justificando una continuidad política fuera de contexto. La verdad es que para los comunistas era un obstáculo mayor que los cubanos contaran con la garantía de una fuerza superior, la del poderoso vecino del Norte, capaz de impedir la abolición del estado de derecho y consiguientemente, de la propiedad privada en Cuba.
Veamos cómo explica el desaparecido Comandante en Jefe este asunto:
“La Enmienda Platt con su cláusula constitucional impuesta, que daba derechos legales a Estados Unidos a intervenir militarmente en Cuba frente a cualquier alteración del orden estatuido, gravitó terriblemente en el ánimo de los patriotas cubanos. Este riesgo de perder totalmente la independencia tenía que ejercer un efecto paralizante en la acción de los revolucionarios”. (Ver Castro Ruz Fidel: Informe Central al Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba.1975)
La Enmienda Platt fue aprobada por los constitucionalistas cubanos el 12 de junio de 1901, con 16 votos a favor y 11 en contra, luego de extensas y amargas discusiones. Los Estados Unidos impusieron el texto sin modificaciones, bajo el “argumento” de que se prolongaría indefinidamente su ocupación militar.
La República emergía en el universo de las naciones con una carta magna liberal, en mucho copia de la norteamericana, incluso en algunos aspectos más avanzada, por ejemplo, lo referido al sufragio universal y la igualdad racial. Finalmente, no tuvieron otra opción que adoptar la postura pragmática expresada entonces por el delegado Manuel Sanguily: “La independencia, con algunas restricciones, es mejor que un régimen militar”.
Nació una república democrática con soberanía limitada. Tocaba a los sucesivos gobiernos lidiar en los hechos con lo estipulado en los documentos. Es una historia que merece ser contada fuera de enjuiciamientos ideológicos o sentimentales.
Jaime Suchlicki, al cerrar el capítulo de su Breve Historia de Cuba, titulado La Colonia se rebela, recuerda a José Martí, quien había advertido:
“Una vez que Estados Unidos esté en Cuba, ¿quién lo sacará?”
Dos verdades pueden afirmarse: primero, los norteamericanos estaban en Cuba mucho antes de su intervención en la guerra contra España y, segundo, su presencia no era por sí misma perjudicial para el relativamente pequeño país antillano.
*Vicente Morín Aguado es periodista independiente asociado al Havana Times. Este es uno de los trabajos exclusivos para el Instituto de Estudios Cubanos de Morín Aguado que ahora reside en los Estados Unidos. |